VIAJES INTERESANTES
Equivocarse de autobús, perder la maleta, pagar un
dineral por una camiseta batik: es inevitable que, a veces, cuando se
viaja, las cosas salgan mal. Pero en lugar de crear un trauma para toda la
vida, estos ‘percances’ a menudo realzan la experiencia viajera,
ofrecen nuevas aventuras, profundizan en la conexión con un país y su
gente o, como mínimo, dejan una buena anécdota.
1. Atrapado en Vietnam
No sé si fue por el tufillo repulsivo de
otro cóctel de barreño o por la imagen de un joven mochilero alardeando y
prendiendo fuego a una delicada parte de su anatomía, pero un martes a las
21.30 decidí que había llegado la hora de abandonar Nha Trang.
Estaba convencido de que la salvación me esperaba en Hanói, pero cuando llegué a la estación descubrí que todos los trenes nocturnos iban llenos. Preso de una determinación tozuda que rozaba lo obsesivo, tomé un taxi rumbo al aeropuerto de la ciudad.
Una hora más tarde llegaba a una instalación remota que, al ser de noche, ya había cerrado. Maldiciendo mi estupidez, me acurruqué en el aparcamiento desierto para dormir, hasta que me despertó a empujones un vigilante que hacía su ronda con una maltrecha bicicleta. Abandonando diligentemente sus obligaciones, se pasó la noche charlando conmigo.
Se llamaba Duc, era fumador empedernido y
hanoiense, pero se había trasladado a Nha Trang para empezar una carrera
como vigilante de seguridad. Entre largas caladas me explicó que su
familia era propietaria de un restaurante en Hanói, e insistió en
que, cuando llegara a la ciudad, fuera a comer allí. Incluso
telefoneó a su madre para explicárselo.
Tras aterrizar en Hanói al día
siguiente, hice caso a Duc y seguí sus indicaciones hasta el restaurante
rústico de su familia, oculto en lo más profundo del laberinto de
callejones del barrio antiguo. Me sirvieron el mejor –y más copioso– almuerzo de
los que disfruté durante todo el tiempo que pasé en Vietnam. Y lo
mejor: ni rastro de los cócteles de barreño.
2. Sola y perdida en
Laos
Mientras viajaba sola por Laos, un mediodía tomé un autobús de la capital, Vientián, a Savannakhet, una ciudad menos visitada. Por desgracia, el autobús me dejó en las afueras de la ciudad en plena noche. No había ni un alma. Consulté el mapa y vi que el casco antiguo, donde podía encontrar alojamiento, quedaba a 2 km de distancia; así que cargué con la mochila y empecé a andar en dirección este.
Las farolas son un bien escaso en esta parte del mundo, y enseguida me vi andando por una oscura carretera secundaria. Los terribles ladridos de los perros guardianes sofocaban el canto de los grillos que me habían animado un poco, y empecé a llorar ante la perspectiva de tener que pasar la noche en la cuneta.
De repente, escuché el relincho agudo de una
motocicleta que venía hacia mí. No podía ver al conductor, pero salí
corriendo y le hice señales. Era un chico de unos 16 años que frenó,
atónito, ante la visión de una chica blanca y rolliza que lloraba en medio
de la nada. Le mostré el mapa y le expliqué que necesitaba
un sitio donde dormir. Me indicó que montara en su moto y
pusimos rumbo a la ciudad, en medio del aire cálido de la noche. Me sujeté
a él con todas mis fuerzas; me sentía tan aliviada por la amabilidad de
aquel extraño que me dio un ataque de risa… y a él, también.
Cuando llegamos a un albergue, aporreó la
puerta hasta que alguien salió a abrir y pude entrar. Fue un pequeño
gesto, pero la lección aprendida me acompaña desde entonces en todos mis
viajes. Y cada vez que surge la oportunidad, procuro hacer lo mismo con
todas las almas perdidas que encuentro, para compensar.
3. Tirado en el desierto de
Mojave
Iba yo feliz y contento, atravesando el tramo
californiano del desierto de Mojave a bordo de un coche veloz, cuando
me paré cerca de la polvorienta localidad de Twentynine Palms para
aliviar la vejiga tras un cactus. Al volver al Chevrolet Corvette que
había alquilado me di cuenta de que las puertas se habían bloqueado. Todos los
intentos por abrirlas, con el llavero remoto y sin él, fracasaron.
Llamé al servicio de asistencia de averías y me informaron de que tardarían siete horas en llegar, añadiendo –para mi desesperación– que la actividad de la base militar secreta que había cerca de allí podía haber interferido en la electrónica de mi vehículo. A mediodía, con una temperatura de 48 grados, empecé a abrasarme. Sudado y cariacontecido, acepté la oferta de un conductor que pasaba por allí y que me acercó hasta el bar más próximo.
Tengo un grato recuerdo de la tarde que pasé en aquel bar con aire acondicionado, devorando montañas de gofres y helado, escuchando canciones antiguas de música country en la máquina de discos y haciendo nuevos amigos. Finalmente, el conductor del vehículo de averías me recogió de camino al lugar donde estaba el Corvette, y lo puso en marcha en cuestión de segundos. Aquel retraso se tradujo en la mejor ruta en coche de mi vida, serpenteando a través del Parque Nacional Joshua Tree con la capota bajada y el cielo estallando de color con la puesta de sol en el desierto.
4. Abatido y sin equipaje en Mozambique
Acababa de llegar a Mozambique desde Malaui, y estaba un poco desorientado cuando intenté cambiar algo de dinero por medio de un cambista local del mercado negro. Momentos después, justo cuando acababa de cargar la mochila en la parte trasera de una camioneta que me iba a llevar algunos cientos de kilómetros hacia el este, me di cuenta de que la calculadora del cambista estaba trucada: me había dado 20 dólares de menos. Rápidamente le encontré y, mientras manteníamos una discusión cordial, la camioneta –y mi mochila– partieron. Salí corriendo detrás, pero el conductor no se detuvo.
Abatido, me senté en el bordillo preguntándome qué más podía salir mal. Milagrosamente, 15 minutos después la camioneta regresaba con mi mochila; ¡el conductor solo había ido a por más pasajeros! Eufórico, monté en la parte trasera de la camioneta. Supongo que mi expresión de alivio era muy evidente, porque los demás pasajeros, al percibir mi estrés, hicieron todo lo posible para animarme.
De camino a la costa, con los brazos entrelazados y las piernas colgando por los laterales de la camioneta, me ofrecieron caña de azúcar –y una clase práctica sobre cómo masticarla correctamente–, y cuando nos detuvimos en un puesto junto a la carretera para comprar pollo asado, un pasajero se ofreció a pagarme la comida. En cuestión de horas, pasé de sentirme timado a sentirme parte de la familia. Desde entonces, la generosidad y hospitalidad de los africanos nunca ha dejado de maravillarme.
5. De sujetavelas en los canales
de Venecia
Reservar un circuito puede ser todo un reto
para quien viaja solo. Las reservas con antelación limitan la
aventura espontánea, y esperar a conocer a alguien para formar un
grupo a veces hace que uno se pierda las mejores experiencias. Y, además,
los que viajamos solos siempre estamos a merced de la consabida cláusula que
exige un número mínimo de personas.
Así estaban las cosas cuando me apunté a una ruta
en kayak por los canales de Venecia. No quise arriesgarme a perder la
plaza, y opté por un circuito que ya había cubierto el cupo mínimo de
participantes, que era de dos personas. Pero no me di cuenta de que esas
dos personas eran una pareja. Una pareja que celebraba que acababan de
comprometerse.
La pareja se quedó tan cohibida al descubrir que
esta sonriente británica enfundada en un traje de neopreno les iba a
acompañar en su ruta romántica, que optó por elegir kayaks individuales.
Aquel día, tres eran más multitud que nunca, y empezamos a remar en
silencio, intercambiando sonrisas forzadas.
Por suerte, lo pasamos estupendamente, y el circuito
–que nunca habría podido hacer sola– fue una de las mejores experiencias
de mi viaje. Pero todavía me siento culpable cuando los imagino repasando las
fotos de sus vacaciones y encontrando las instantáneas de su ruta
romántica en kayak ‘saboteadas’ por la imagen de una británica
gritona chocando contra una góndola.
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